MAESTRO SUFÍ
El emperador de Rum había oído hablar mucho del califa
Omar, cuya reputación de maestro sufí era conocida en todas partes. De modo que
envió un embajador que se encontrara con el califa, para que éste le enseñara
los preceptos del sufismo.
Concretamente, al soberano le preocupaban dos cuestiones,
y el embajador debía transmitirle las respuestas de Omar. Sólo así el emperador
podría entender a fondo la esencia del sufismo, la importante corriente del
islamismo.
Después de un largo viaje, el embajador llegó a Medina,
donde Omar había instalado la sede de su califato. Pero al enviado del
emperador no le resultó fácil localizar la residencia del califa.
-Estoy buscando a Omar, califa y maestro sufí. ¿Alguno de
vosotros quiere decirme dónde puedo encontrarle?
El embajador hizo la misma pregunta a todos los que
encontraba por las calles de Medina, pero sin resultado.
-No podemos decírtelo, hermano.
-¿Por qué? ¿Acaso es secreta la casa de Omar?
-No, qué va. Verás, es que el califa no vive en una casa,
ni en un palacio.
-Pues entonces, ¿dónde?
-Tú mismo lo sabrás cuando llegue el momento.
Ante unas respuestas tan enigmáticas el embajador
desesperaba de realizar su encargo.
Había buscado a Omar por todos los rincones de la ciudad,
pero sus esfuerzo habían resultado vanos.
Su búsqueda era sincera. Había hecho todo lo posible,
preguntando a todo el mundo, y lo único que había sacado en claro era... ¡qué
el califa no vivía en una casa!
Quizá hubiera en esto un significado escondido, pero el
embajador no lograba entenderlo.
-¡Cuándo llegue el momento encontrarás al califa!
Estas palabras dieron nuevos ánimos al enviado.
Gracias a ellas comprendía que su búsqueda tenía un fin,
que era posible dar con el califa.
Estaba agotado, y se quedó adormilado en las calles de
Medina, como un mendigo. Tan cansado estaba que no tenía fuerzas ni para buscar
posada.
En sueños se le apareció la figura de un sabio de
estatura imponente, espesa barba negra, que rondaba los cincuenta años.
-¡Omar! –gritó en el sueño el enviado del emperador.
-Soy yo.
Quizá la voz que contestaba no formara parte del sueño.
-Por fin te encuentro. ¿Cómo lo he conseguido?
-Me has encontrado cuando has dejado de buscarme donde no
estaba.
Verás, hermano, cuando empezaste la búsqueda tu corazón
todavía no era puro. Y me buscabas donde nunca me habrías encontrado. Yo no
vivo en palacios. Sólo puedo aparecerme a quien es completamente puro. Y tú,
como veo ahora, eres completamente sincero.
-Sí. Me he tomado muy a pecho la misión que me encomendó
mi soberano, el emperador de Rum. No quiero fallarle.
-Habla, pues.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Omar sabía por
qué estaba allí el embajador, y se disponía a contestar a sus preguntas,
aclarando las dos cuestiones que el emperador no lograba resolver.
-La primera de las preguntas que tengo que hacerte es la
siguiente. Yo también he pensado mucho en ello, pero al igual que mi soberano,
no consigo encontrar la respuesta. ¿Cómo abandona el alma el cielo para bajar a
la tierra?
Omar advirtió la profundidad de la pregunta.
-Comprendo que la cuestión es importante... y está
planteada con sinceridad. Sé que no queréis aplacar una simple sed de saber, de
conocimiento, sino mucho más. Mi respuesta es una cuestión de vida o muerte,
para ti y para tu soberano.
-Así es.
-En este caso, no dudaré en dártela. También sé que eres
capaz de entenderla. En realidad lo que me preguntas es que cómo un ave tan
noble, el alma, es encerrada en una jaula tan tosca, el cuerpo. Esa es tu
pregunta.
"Este hecho, hermano, tiene lugar por voluntad del
único Dios, Alá.
Él es quien, en virtud de su palabra, consiente que el
alma deje las praderas celestiales para bajar a la tierra. Es una palabra
poderosa, una fuerza sin igual, la que se desprende de Dios.
Es imposible averiguar nada más.
No sabemos exactamente qué es lo que Dios le dice al alma
para convencerla de que baje a la tierra. Por lo demás, tampoco sabemos qué le
susurra a la rosa para que se abra.
Ni sabemos qué le dice al sol, para hacer que
resplandezca como fuente luminosa sin igual.
E ignoramos lo que le dice Alá a la tierra, provocando su
estabilidad y su altivez. Ni a las nubes que, como olas, liberan de su seno
agua de lluvia.
La voluntad de Dios determina todo esto. A cada cosa le
habla de un modo distinto, con palabras y expresiones especiales que logran
sacudir su esencia.
El embajador prestaba atención a cada palabra del califa,
y lo que decía le parecía extraordinariamente claro. La primera cuestión ya
estaba resuelta, ahora podía pasar a la segunda.
-Dime, Maestro. Ahora he comprendido que es la palabra,
es decir, la voluntad de Dios, lo que empuja a los cielos en su órbita,
provocando hasta el más inapreciable susurro del follaje. Pero hay una cosa que
aún no comprendo: ¿cuál es el fin de este proceso, por el que el alma abandona
la tranquilidad celestial para pegarse a la sangre y la carne? ¿Por qué estamos
destinados a la tosca materialidad, apartados de la alegría incomparable?
Omar se dio cuenta de que en este caso el embajador
también le preguntaba sinceramente. Al fin y al cabo ambas preguntas estaban
estrechamente relacionadas y formaban una sola y ardiente duda.
-Lo que tú llamas "carne y sangre", es decir,
el cuerpo y sus vínculos, constituye una realidad inferior, comparada con la
del alma. Pero la liberación se plantea a partir de lo que es ínfimo. De otra
forma es imposible de alcanzar.
"Mira, hermano, la concha de la ostra. Parece
insignificante y basta, pero en su interior se esconden perlas más preciosas e
inestimables.
Lo mismo sucede con los deseos: si no nos dejamos
sojuzgar por ellos, llevan a la liberación. Nos devuelven a nuestro único
origen, siempre que sepamos cultivar su verdadera esencia.
Según la tradición, el embajador logró entender las dos
respuestas del califa y explicar su sentido a su soberano.
El emperador de Rum se dedicó por completo al sufismo, y
llegó a ser uno de sus más fervorosos representantes.
Texto tomado del “Círculo de Investigación de la
Antropología Gnóstica”.
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